11 julio 2009

A MIRIAM IN MEMORIAM

Relatos de amor y de guerra capítulo V.-

La recuerdo muy blanca, de mirar dulce y sereno, de ideas muy definidas, tendría unos 20 años de edad, era la novia y compañera de lucha de Carlitos.

Primeros días de marzo de l958, pertenecíamos a la misma célula dentro del Movimiento 26 de Julio y nos dirigía el capitán Adalberto Lora, un combatiente clandestino de extraordinario valor y osadía, se paseaba por la barriada de la Carretera de Cuabitas (Hoy Patricio Lubumba) con una ametralladora bajo el brazo, por si los esbirros de Batista lo atacaban , morir en combate.

Una tarde nos reunimos y nos seleccionó a Miriam y a mí, para el traslado de unas armas desde el barrio de Altamira a otro sitio de la ciudad, donde se guardarían para preparar lo que sería en el próximo mes el asalto al Cuartel de Boniato. Poblado cercano a Santiago de Cuba.

Nos vestimos a la moda de aquellos tiempos, falda larga y muy amplia, con dos paradoras debajo como sayuela de algodón almidonado con amplios bolsillos, para ocultar cualquier cosa de la vista de los enemigos, además íbamos con un bolso bien grande.

Nos dirigimos al lugar indicado, como no éramos conocidas para los moradores de la casa a visitar, usábamos una contraseña, para identificarnos y que nos atendieran, era presentar al tocar en la puerta un centavo de cobre.

Tomamos un autobús en la Carretera de Cuabitas, cercano a la Universidad de Oriente, nos bajamos en la calle A de la carretera del Morro, subimos y bajamos varias calles del Reparto Mariana de la Torre, hasta llegar a Avenida de Mármol, subimos otra empinada calle y ya estábamos frente al No. 54. Dos toques suaves y nos abrió la puerta una señora, como saludo le mostramos la moneda. Enseguida nos mandó a pasar. Unos minutos después se presentó una pareja, nos introdujeron en una habitación y pudimos observar como debajo de la cama sacaban un antiguo baúl, entre ropas viejas comenzaron a sacar pistolas, revólveres y pequeñas cajas con proyectiles. Rápidamente introducimos las municiones en los amplios bolsillos de las paradoras, las armas en los bolsos, disimuladas con supuestos paquetes de mercancías.

Cuando hubo concluido esta operación, nos despedimos con un:- ¡Buena suerte!

Volvimos por otra calle, esta vez otra ruta de ómnibus. Llegando a la esquina, venía el autobús, le hicimos una seña y paró, era de la línea Autobuses Modelo, sustitutos de los antiguos tranvías, que le hacían competencia a los verdes Ómnibus Orientales de Cabrera.

Los asientos estaban ocupados, nos dirigimos al fondo, cerca de la puerta de salida, era una medida de precaución, en caso de un imprevisto, salir lo más rápido posible. De unos de los asientos traseros se paró un joven vestido con el uniforme militar de la guardia rural, me ofreció el asiento, yo con una dulce sonrisa le di .las gracias y me senté. Miriam permanecía muy cerca de mí muy pálida y con mirada asustada. El joven se quedó observándome detenidamente, también parado frente al asiento cedido. Levanté el rostro y le sonreí, él también , parecía que algo le atraía de mi persona, bajé los ojos y con terror observé que la punta de un revólver emergía entre los envoltorios. Con la velocidad de un rayo me paré y miré el techo y di el grito más alto que me permitieron mis pulmones, instintivamente el joven y varios de los pasajeros miraron hacía el techo, con el mismo impulso le arrebaté el arma de reglamento, que le colgaba a la derecha de su cuerpo y corrí hacía el chofer. Miriam me siguió más pálida aún. El joven perplejo quiso correr hacía mí, con su misma arma le apunte a la frente y le grité con toda energía:- ¡No te muevas o te mato en nombre del Movimiento 26 de Julio! Se quedó parado en medio del pasillo con los ojos muy abiertos y sin atreverse a dar un nuevo paso. Los pasajeros algunos admirados por aquella acción, otros asustados. Una anciana comenzó a dar gritos de auxilio muy cerca de mí, le introduje la punta del arma en la boca y la conminé a que se callara, tenían los ojos desorbitados y su rostro tomó un color rojizo, pero se calló. Le grítela chofer con autoridad: - ¡Toma por esa calle rápido y sal a La Alameda Michaelson hasta la entrada de Crombet! ¡Vuela!
Cogió por calles mal pavimentadas, dejando una estela de polvo a su paso. Yo continuaba con el arma en alto y el dedo en el gatillo, , mirándolo con firmeza y sin que me temblaran las manos apuntándole al joven militar. Se notaba también muy asustado.

Tomamos a toda prisa por la amplia alameda, hasta llegar a Avenida de Crombet, rumbo a la rotonda del Cementerio de Santa Ifigenia, donde ordené al chofer a dar la vuelta y parar. Ambas nos bajamos rápidamente por la puerta delantera y de nuevo le dije al chofer: - ¡Vira y piérdete!. Así lo hizo, mientras Miriam y yo corrimos rumbo al Reparto Agüero a un lugar seguro., hasta que pudiésemos volver a nuestros respectivos hogares.

Habíamos cumplido la misión a pesar de los riesgos.

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